¡No me gustan las etiquetas!

A menudo quienes somos mamás o papás, nos asustamos al oír la palabra trastorno, o diagnóstico. Nos molestamos cuando nos insinúan que nuestras hijas o hijos pueden tener algo que se considere un trastorno. Nos molestan las etiquetas y nos preocupa que estas marquen de forma negativa a nuestra hija o hijo. Nuestras emociones alrededor de este tema tan sensible, son todas válidas. Como madres o padres, nos sentimos responsables por nuestras hijas e hijos, y no quisiéramos que nada les afecte de forma negativa.

Sin embargo, es importante que pensemos que aunque a las “etiquetas” frecuentemente se les pone una connotación negativa, pueden también ser algo positivo. En primer lugar, pueden darle explicación no solamente al colegio o a la familia, sino aún más importante a la niña o niño, sobre porqué se le dificultan ciertas cosas. Esto para alguien que puede llevar acumulando meses o años de fracaso escolar, constantes llamados de atención en su familia, que siente que se esfuerza pero igual no resulta, es algo muy importante, y puede tener un impacto positivo en su auto-imagen. En segundo lugar, tener un nombre (la “etiqueta”) que explique lo que sucede, permite también dar los apoyos que se requieren tanto en lo educativo, como en lo familiar y lo terapéutico. Pone a la niña o niño, un paso más cerca de disminuir el impacto de la dificultad en su aprendizaje.
En otras ocasiones, lo que nos molesta del diagnóstico (la etiqueta) es que no vemos nada diferente en la niña o niño. Sus dificultades de pronto no interfieren en lo familiar, ya sea porque son dificultades académicas (relacionadas con la lectura, escritura o matemáticas), o porque en nuestra dinámica familiar no sentimos una disarmonía. En ocasiones decimos cosas como: “yo también era así y no me pasó nada”, “a mí tampoco me gustaba leer”, “mis papás cuentan que yo era un terremoto, no paraba de moverme y ¡mire qué exitoso soy!”.

Si bien es cierto que un diagnóstico en ocasiones puede estar equivocado (y para esto solicitar una segunda opinión si no se está de acuerdo puede ser una forma de aclarar dudas), también es importante reflexionar sobre el hecho de que los mundos en los que vivimos quienes hoy en día somos madres, padres o abuelos y quienes hoy en día son niñas y niños, no son los mismos.

Pensamos en dos personas con signos que encajan dentro de la descripción del trastorno déficit de atención con hiperactividad ambas nacidas en una ciudad. Una nacida hace 80 años y otra hace 8 años. La persona de 80 años, creció yendo al colegio 4 horas al día, estudiaba unas pocas materias básicas (no había segunda lengua), no existían las pruebas estandarizadas (como las pruebas SABER o ICFES, ECCO, etc) y luego permanecía jugando con amigos en la calle o el parque, o ayudando en su casa a ciertas tareas. Vivía en una casa amplia, con otros miembros de la familia que iban y venían con frecuencia. Cuando se movía durante la misa (si eran católicos), se paraba del almuerzo familiar, o respondía de forma impulsiva (considerada grosera) a un adulto o profesor, inmediatamente era castigado fuertemente, acorde con prácticas de crianza propias de ese entonces. Así pues, su entorno sólo presentaba demandas que le eran imposibles de cumplir por su dificultad de regulación en momentos específicos de la rutina diaria. Y cuando llegaban esos momentos, y no podía cumplir con lo que su entorno esperaba, el castigo era tan fuerte, que nadie se atrevía a repetir lo mismo varias veces. De pronto la familia de esa niña o niño diría que era un niño cansón. Un terremoto. Pero ya. No se le prestaba mayor atención. No se realizaba una evaluación diagnóstica.

La niña o niño de 8 años, asiste al colegio durante alrededor de 7-9 horas diarias, debe desplazarse a ese colegio en ocasiones en recorridos que pueden durar una hora o más. Adicionalmente, toma en el colegio muchas materias pues estas hacen parte del currículo. En muchas ocasiones esto incluye además el aprendizaje de una segunda lengua. Debe presentar cada cierto tiempo largas pruebas estandarizadas que dan cuenta de su aprendizaje. Al llegar a casa del colegio deberá continuar haciendo tareas, y el espacio de su casa es un apartamento pequeño. Si no tiene tareas o ya las terminó, sale al parque acompañado por un adulto que lo pueda monitorear por temas de seguridad. Ese adulto y todos los otros en el parque traen además consigo una serie de reglas adicionales propias de cada casa.

Esa niña o niño, tiene demandas atencionales y de regulación de su actividad mucho mayores a las que presentaba el entorno de la  persona de 80 años.  Por tanto, su dificultad se muestra de manera más intensa para sus profesores, sus cuidadores, y es remitida/o a una valoración en la que se determina un diagnóstico de trastorno déficit de atención.

Esto no quiere decir que la persona de 80 años no sufrió como consecuencia de su dificultad para regular sus niveles de actividad ¡sufrió! Porque fue castigado de forma severa, sin que nadie le enseñara de una forma más funcional cómo regularse. Pero su dificultad no fue categorizada como un “trastorno”.

Por tanto, una persona con las mismas características de base, hoy podría ser diagnosticada con un Trastorno déficit de atención con hiperactividad, y en los años 40’s ser simplemente un “terremoto”. Esto no quiere decir que el hecho de su desregulación no exista. Sino que el impacto que tiene este hecho en el desarrollo y por tanto su identificación, está mediado por el contexto y sus exigencias.

Pero entonces, ¿cambiando elementos del contexto, o los contextos desaparece el trastorno? Un cambio de contextos no necesariamente cambiará un diagnóstico, pero sí puede variar el impacto que el trastorno tenga en el aprendizaje, y en la autopercepción de la niña y el niño.

 

Esto nos dice que en ocasiones,¡HAY QUE CAMBIAR CIRCUNSTANCIAS EN EL ENTORNO! Desde adecuaciones escolares, orientación a las familias para ser mejores acompañantes del desarrollo en la crianza, inclusión de actividades extra-curriculares de gusto de la niña o el niño; hasta ajustes más grandes como cambios de colegios, dinámicas familiares. Todas estas situaciones deben ser consideradas!

Si estos ajustes solucionan la situación problema (la disarmonía entre la niña o el niño y su entorno, no sería necesario perpetuar otras cosas como intervenciones terapéuticas en busca de una perfección… que ni se alcanzará, ni es necesaria. 

Ahora… En ocasiones estos ajustes no serán suficientes para que una niña o niño pueda sentirse cómodo en su relación con el entorno. Y por tanto se requieren acompañamientos terapéuticos y en menor frecuencia y siempre mediados por un razonamiento clínico adecuado, una medicación (que nunca debe ser recetada por maestros, terapeutas, profesionales de psicología, sino por profesionales de la medicina).

Uno de los grandes mitos alrededor de los diagnósticos en el aprendizaje infantil, es que el diagnóstico se realiza para “facilitarle la vida al maestro”. Pero en realidad, cuando hay un trastorno del aprendizaje, un trastorno de déficit de atención con hiperactividad, un trastorno de procesamiento sensorial, o de base emocional, a veces los adultos no consideramos que la niña o el niño mismo ¡sufren! Muy rápidamente se dan cuenta que algo está pasando, que hay cosas que se les dificultan. Sus compañeras y compañeros serán también en ocasiones rápidos jueces de esto, convirtiéndose desafortunadamente en motivo de burlas, o ellos mismos se “auto-castigan” por no ser capaces a pesar de esforzarse, y no tienen las estrategias para poder abordar el problema.

 

Cuando hay razones de peso para llegar a un diagnóstico, esto permite también a la niña o el niño, comprender por qué le pasa lo que le pasa. Cuál es la explicación de sus dificultades. Aprender estrategias que le ayuden a optimizar su aprendizaje, y en últimas les permite tener una mejor relación consigo mismo y con el entorno.

Esto por supuesto, en el caso de quienes son docentes, implica que no se abuse de las evaluaciones e intervenciones. Que realmente cuando voy a solicitar que se realice una evaluación o una intervención a una niña o niño que tengo en mi salón obligatoriamente considere si esto lo voy a solicitar por el bien de la niña o niño. Ese debe ser un parámetro fundamental. Pero entonces, cuando haya razones de peso para realizar el proceso de diagnóstico, y un proceso de evaluación juicioso para llegar a esa conclusión, no deberíamos rechazar un diagnóstico simplemente porque alguien nos dice que “es que a todos los niños los etiquetan”, o “no los dejan ser ellos mismos” o porque nos den miedo LAS ETIQUETAS. De hecho hoy en día hay mayor comprensión de la diversidad tanto en las sociedades como en los entornos escolares. Entonces, antes de rechazar un diagnóstico, deberíamos preguntarnos si nuestra hija o hijo se siente cómodo con su desarrollo, con sus formas de interacción, con su capacidad para aprender, o si se sienten incómodos, culpables, en extremo poco hábiles y les gustaría a veces poder cambiar el origen de estas cosas que sienten. Preguntarnos también cuál puede ser el impacto a futuro de negarse de plano a una valoración o rechazar un diagnóstico. Por supuesto que como sus madres o padres somos y debemos ser sus mayores protectores e impulsores, pero eso no necesariamente es incompatible con el aceptar que una dificultad existe, y que pueden necesitar ayuda.